miércoles, 20 de junio de 2007

- Que hay que curar en cada enfermo

Qué es lo que debe ser curado en cada enfermo y qué significación tiene aquello que Hahnemann dijera de lo que el medicamento debe hacer para que el enfermo pueda alcanzar los altos fines de su existencia.
La compenetración del concepto de la enfermedad es absolutamente necesario en el homeópata, porque, si los síntomas de las patogenesias constituyen el cuadro mórbido constitucional latente suscitado en los experimentadores; si la experiencia ha comprobado que el diagnóstico del medicamento basado en las sensaciones, cenestesias, sentimientos, carácter y modos personales de sentir y actuar es el simillimum que promueve la agravación reactiva del enfermo y el retorno de síntomas anteriores por las vías de un estímulo específico de la vías medicatrix o ley natural de curación; si se entiende, por lo tanto, que las patogenesias han puesto de relieve, como valores clínicos esenciales, los síntomas mentales y generales, que revelan el comportamiento del individuo como persona humana, es absolutamente imperativo que el médico homeópata que quiere saber en cada caso particular qué es lo que en él debe curar, penetre y comprenda a fondo la naturaleza de la enfermedad del hombre. La salud, como la enfermedad, no es un estado pasivo o estático de la economía fisiológica, sino un estado dinámico del organismo en permanente equilibrio inestable, que en el curso biopatográfico de cada caso particular va marcando a modo de jalones, con los accidentes emocionales y patológicos, la historia del proceso de maduración o humanización del individuo. Reducido a sus términos esenciales, este proceso de humanización consiste en ordenar la voluntad o impulso de vida de cada ser, desde su dependencia automática primordial de los centros neurovegetativos, genéticamente bien organizados, a la dependencia de los centros corticales superiores, en contínua organización, que constituyen el órgano físico de la razón y la conciencia moral.
La voluntad instintiva debe estar supeditada a la voluntad conciente y moral superior. En Homeopatía se ha referido a la voluntad la iniciación de, proceso mórbido y debemos entender, por voluntad el instinto primordial de la vida, el impulso que obedece a una tensión de necesidad biológica, y esta voluntad biológica que determina el apetito, la sed, el deseo de ciertos alimentos, el rechazo de otros alimentos, la reacción al clima y las circunstancias, la actividad y los sueños, voluntad primaria o instintiva que se halla subsconcientemente supeditadas a una voluntad superior que se halla latente en todo ser humano impulsándolo a querer, a expresarse en la afectividad por alguien, a proyectarse fuera de sí mismo, en un movimiento de expansión de su yo que lo sitúa fuera de su egocentrismo, realizándose en la realidad extrasubjetiva de su ser. Este proceso de ordenar la voluntad biológica primaria o instintiva a la voluntad racional superior, es el proceso evolutivo psicobiológico del crecimiento y desarrollo de todos los seres humanos y es en las perturbaciones de su afectividad donde el homeópata halla los elementos característicos del sujeto que protagoniza el cuadro mórbido.
Hasta que el simillinium no incida en ese núcleo afectivo de la perturbación dinámica vital que constituye al individuo, hasta que el enfermo no cambie sus hábitos anormales de conducta física y moral a los que se siente movido por una voluntad mórbida y substituya esta voluntad instintiva en una voluntad de ser poniendo su energía, inteligencia y afectividad en actitud de servicio conciente de estar unido con el Todo, no se producirá la curación. La medicación similarmente parcial de los síntomas locales de la lesión patológica no significa la curación del enfermo, sino la supresión de la enfermedad orgánica, implicando una franca transgresión a la ley de curación al no tomar en cuenta la actividad subyacente a la patología, de la energía vital o actividad anímico-afectiva del enfermo. La voluntad solventa todo problema vital, cuando está concientizada en la actitud para ser útil a la familia y a la comunidad.
Las enfermedades no son más que metástasis de un mismo proceso mórbido, cuyo substratum es de naturaleza puramente dinámica y su sentido vital la exoneración o superficialización, del centro del individuo, a la periferia, regido por la ley de curación que Hering formulara.
No existe entre las enfermedades locales conexión humoral, anatómica, histológica o química que pueda conferir una secuencia razonable a dicha alternancia o sustitución de fenómenos mórbidos. La transformación de una afección en otra, del asma en eczema, de las enfermedades eruptivas en oftalmías o meningitis, de la enfermedad urliana en orquitis o parotiditis, de las hemorroides o úlceras suprimidas en afecciones respiratorias y digestivas, etc., así como la de un trastorno fisiológico en un desorden mental o de una perturbación psíquica en una lesión orgánica, constituye un enigma indescifrable para la medicina experimental, y sólo es explicable por la aserción vitalista de que las diversas manifestaciones fisiopatológicas que así se suceden no son el resultado de una transformación directa química, humoral o celular, sino el juego de un substratum dinámico común, que les confiere su sentido patológico. Ese substratum dinámico que subyace a la patología es el elemento esencial y universal de la clínica, el núcleo mórbido fundamental que el médico debe considerar para su tratamiento y curación.
El desconocimiento del cuadro sintomático que revela en sus períodos de latencia o como fondo constitucional de la enfermedad actual, ese substratuni dinámico, disposición vital, diátesis o discrasia, es lo que hace que el médico considere a la manifestación fisiopatológica como un fenómeno negativo desprovisto de sentido al que hay que contrarrestar como algo extraño a la vida, suprimiendo la fiebre, las diarreas, úlceras, erupciones de la piel, secreciones de las mucosas, extirpando el órgano afectado o efectuando tratamientos puramente locales, conducentes todos a la supresión de la enfermedad patológica sin la ineludible referencia al proceso vital que le ha dado origen y que compromete esencialmente la vida íntima del enfermo como sujeto de su historia.
Todas las exoneraciones, secreciones, exudaciones o cualquier actividad emuntorial que obedecen a la ley de curación, deben ser respetadas estrictamente y referidas siempre a la visión biopatológica total y sintética del paciente.
El homeópata que ha tomado conciencia de esta doctrina médica basada en la ley natural de curación, no puede sino esforzarse en todos los casos, en hallar el simillimum de cada enfermo, aquel medicamento que tenga una personalidad similar dada por las características mentales y psicológicas, siempre por encima de los síntomas generales y modalidades particulares.
La homeopatía es una medicina antropológica que trata la patología de la persona humana y no la patología orgánica.
Los factores emocionales, el comportamiento o actitud psicológica, sus modos peculiares de reacción mental, su vida de relación respecto de la familia y la sociedad, constituyen elementos clínicos de insustituible valor y primacía en el cuadro clínico del paciente.
Los síntomas mentales son los únicos que revelan el substrato dinámico de la perturbación vital bajo cuyo signo el ser humano cumple su proceso personal de maduración, proceso que implica la transformación de la voluntad instintiva en voluntad racional y espiritual, poniendo en vigencia la ley moral de curación que, en correlación con la homónima ley biológica, rige el crecimiento psicológico del ser humano y la auténtica y verdadera salud.
Vemos así que la vida es creación, cada uno se crea a sí mismo y el fin que se propone responde a lo que cada uno es, con lo que volvemos a insistir que lo caracteriza al organismo como máquina viviente no son sus propiedades fisicoquímicas por complejas que sean sino la creación de esta máquina bajo el signo de una idea creadora que constituye la esencia misma de la vida. Esta idea creadora, que significa tomar conciencia de la auténtica humanidad, no es otra que la representada por la tendencia inmanente a la unidad en el todo, la voluntad inconsciente de volver a vivir en la plenitud del niño que no reconoce la dualidad del mundo externo e interno, de realizarse por el amor, en la comunidad del tú, para hallarse en la verdadera realidad del yo.
El amor es el principio esencial de toda relación con la vida cuyo sentido espiritual es religar, de modo tal que al hallar a Dios en la intimidad del prójimo mediante el amor y la caridad, se halla el hombre a sí mismo.
La energía vital no es mas que un aspecto de la energía cósmica y las leyes que la rigen son las mismas de la vida universal.
Tanto en el macrocosmo como en el microcosmo humano el ciclo de vida que cumplen los seres y las cosas tienden a la desintegración que implica la reunificación con el todo.
La diversificación tiende a volver a la unificación mediante la desintegración, que ocurre en toda la naturaleza, desde los seres vivos que cumplen su ciclo vital en un tiempo precario, hasta los minerales más estables, como el urenio, que desintegra su núcleo radioactivo en miles de millones de años.
El ser humano, obedeciendo a la ley de curación, fiel correlato de la ley que rige la actividad de la energía cósmica, se estructura como unidad viva para involucionar, cumplido su ciclo, hacia la dispersión, que implica su relación nietafísica con el todo. Haya o no unificado su conciencia y concientizado esta relación esencial con el todo, todos los seres humanos tienden a cumplir con esa ley de unificación con algo fuera de su individualidad. Sentido que sustente la corriente referente, hacía afuera, de la vis medicatrix, en el proceso de exonerar la energía que se hace mórbida cuando es reprimida, en la vida orgánica, y el movimiento, del yo al nosotros que se cumple en la vida psíquica, como lo indica la instintiva búsqueda de su íntima realidad en la religión que, como hemos dicho, significa re-ligar o volver a ligar al hombre con el todo.
Esta cosmovisión del problema de la enfermedad considerada como un proceso pleno de sentido, ligado al plan vital de toda la creación, bajo las mismas leyes que rigen la desintegración de los elementos, hace que el homeópata comprenda que lo que debe tratar de curar en el enfermo es precisamente su actitud negativa respecto de la ley de curación, que le exige tomar conciencia de su destino hacia la madurez y abandonar la posición infantil.
Una atenta observación de profundidad hace que se perciba en el enfermo la vigencia de anormales requerimientos, odios, resentimientos, obsesiones, miedos, temores, fobias, sensaciones y sentimientos de culpa, que expresan, al destiempo de la edad adulta, resabios de conflictos no superados y factores decisivos de la enfermedad como refugio o defensa.
La biopatografía no es más que la transcripción histórica de las vicisitudes emocionales con que el enfermo cursó el proceso de su madurez o adaptación a la vida, siempre bajo la tensión del conflicto entre los apremios instintivos erótico-agresivos que solventan su voluntad inconsciente de afirmación y poderío y la interdicción parental y cultural del mundo en que vive cuya introyección en su personalidad lo regirá como permanente conciencia punitoria. Veamos un caso clínico eventual que singulariza este proceso vital en el ser humano.
Un enfermo de 34 años fue traído a la consulta porque había sido internado varias veces en un sanatorio, en estado comatoso, con el diagnóstico de crisis hipertensiva. Tenía una tensión arterial de máx. 21 y mín. 14 y sufría de intensas jaquecas.
Cuando pequeño, su madre notoriamente infantil ella misma y frustrada en sus deseos de afirmarse virilmente, transfirió en el hijo su afán de triunfo obligándolo a estudiar con sádicos castigos corporales. Delante de la madre, que lo acompañó a la consulta, expresó que fue críado a golpes de castigo.
Por otra parte su abuela materna, quebrantada por esta conducta exageradamente hóstil de su hija, lo colmaba de mimos y caricias que nunca negaron a resolver el odio que la madre le había engendrado. El resultado fue que el niño creció con una tremenda represión de la agresividad reactiva frente a la hostilidad permanente de la madre, junto a la tremenda inseguridad que le significaba no sólo la conducta de la madre sino la de la abuela misma de quien se sentía compadecido, pero no querido. La falta de afecto en la infancia es el germen de la angustia que, como ya hemos visto, es el rompimiento de la unidad afectiva con los padres y por ende la tremenda inseguridad y la quiebra consiguiente de su voluntad de vivir y afirmarse, ya que precisamente siente que no es aceptado por los suyos, su madre en primer lugar con quien había estado unido.
El carácter de este hombre era concentrado, tímido, introvertido, sin cariño por nadie, no obstante estar casado y con dos hijos a quienes, dice no querer, y, principalmente, con intenso miedo a todo, miedo a lo desconocido, a la desgracia, a la enfermedad y a la soledad.
No podía ver escenas de cierta violencia entre personas sin caer en agudas crisis de miedo, evidente demostración del pánico que tenía a la suscitación de su propia agresividad fuertemente soterrada. Su formación caracterológica en forma de timidez, apocamiento, frigidez afectiva (mostrar su afecto era mostrar su agresividad con la que el afecto estaba mezclado), miedo a todo y la hipertensión que lo llevó a las crisis con pérdida del conocimiento, no eran más que el producto de su agresividad reprimida.
Detenido en su desarrollo psíquico permanecía fijado al miedo de atacar a su madre y con la voluntad de vivir usurada por el terror a sus impulsos violentos y destructivos que patentizaban la rotura de su unidad con el semejante.
Phosphorus, en repetidas dosis, puso término a su angustia hipertensiva, tomando conciencia de su actitud vindicativa infantil frente a la vida como efecto transferencial de su resentimiento y odio a la madre que tanto miedo le infundía.
Aplicar esta visión psicobiológica a todos los enfermos para interpretarlos en su actitud vital depende de la profundidad con que el médico conceptúa la historia biopatográfica de cada caso y esta perspicacia y profundidad en el conocimiento del enfermo depende del auto conocimiento del propio médico.
Lo que interesa al médico homeópata es el enfermo como totalidad, en función del proceso de maduración y no exclusivamente la fisiopatología orgánica que no confiere jamás, por sí misma, una significación de sentido a la enfermedad del hombre.
El médico debe infundir confianza, fe y simpatía para poder tener acceso al alma del enfermo y conocer la intimidad de su conciencia, de sus sentimientos y sus temores para que pueda comprender el grado de su evolución humana.
Aprendamos a tener esa mirada profunda que no se detiene en la manifestación externa y trátenlos de ver esa luz, ese calor, esa inteligencia, esa capacidad de amor, que hay detrás de todas las apariencias, detrás de todas las manifestaciones concretas y que está pugnando por expresarse y que no lo consigue porque las estructuras mentales no se lo permiten de un modo pleno.
Entonces y recién entonces trataremos con la verdadera persona y cuando lo hagamos realmente, veremos como cambia su modo de ser, su modo de estar, su modo de hacer y nosotros, a nuestra vez, habremos cumplido con nosotros mismos al afirmarnos en esta realidad interna nuestra, que es la misma que palpita en los demás, porque vivimos en la unidad de la vida, en la conciencia de que somos expresiones de una misma identidad que nos une en un mismo campo de conciencia.
En otras palabras, el hombre aprende a vivirse a sí mismo corno sujeto, como capacidad de ser y hacer no sólo, en tanto que capacidad de recibir, emancipándose de las influencias externas y dejando de ser un elemento pasivo, paciente de lo que pasa en el exterior.
Recién entonces sabremos auténticamente que es lo que debernos curar en cada paciente y veremos que curándolo de las trabas que lo bloquean con factores mentales de odio, resentimiento, miedo y culpas, el enfermo cambia su modo de ser, su modo de estar, su modo de hacer y logra así su verdadera salud, la única salud posible, la única y auténtica personalidad, que lo realiza en el verdadero sentido de su vida.
El secreto del éxito en la relación personal con el paciente, del éxito en sentido profundo, de una relación feliz, curativa, transformadora, reside en la capacidad del médico de reconocer la identidad espiritual de la persona con quien habla, es descubrir que detrás de su modo aparente de ser hay esa plenitud, esa afirmación, es verdad, esa realidad que es lo que la persona desea en el fondo, que el lo que le hace mover, que la motiva, y cual es sentido de su existencia.
Veremos que siempre de un modo u otro la persona está buscando esa plenitud de ser, esa afirmación, esa verdad, esa realidad. De hecho está buscando lo mismo que estoy buscando yo, porque es exactamente igual que yo, porque esa plenitud, esa inteligencia, ese amor que de algún modo está buscando es la verdadera identidad de esa persona, como también es mi propia identidad personal.
El enfermo no vive esta percepción de su yo profundo, auténtico porque vive con su mente pensante y depende de como esta mente pensante haya ido aceptando, comprendiendo o viendo las cosas y propendiendo a formar una barrera que actúa a modo de tamiz, de filtro e impidiendo por lo tanto, que esa plenitud sea reconocida y expresada en la persona concreta, tal como funciona. Actualmente lo que vemos en las personas, es, pues, la reducción y a veces la caricatura de la persona ideal, perfecta, que hay detrás de la apariencia. Si yo juzgo a la persona por si modo de hacer actualmente, no está viendo a la persona verdadera sino a una mínima parte de las personas, a una caricatura y la estoy juzgando en mi mente a la vez que reforzando en la mente de aquella persona su propia limitación, su propia barrera.
Cuánto más me capacito para dicernir su vida auténtica profunda que hay detrás de su personalidad concreta, aparente, más estoy ayudando al propio conocimiento de sí mismo por parte de esa persona, de su vida interior plena, su realidad intrínseca, y es entonces cuando cumpliremos con la consigna fundamental de la homeopatía, de curar al enfermo para que pueda cumplir con los altos fines de su eyástencia como postula Hahnemann.

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